Claudia Himmelreich McClatchy
Treinta años desde el desastre de Chernobyl parece mucho tiempo, pero es sólo el comienzo
Debajo del reactor hay una masa radioactiva de 2,000 toneladas que no se puede sacar
Los expertos dicen que no tienen la tecnología para solucionar el problema
Debajo del reactor hay una masa radioactiva de 2,000 toneladas que no se puede sacar
Los expertos dicen que no tienen la tecnología para solucionar el problema
Pripiat, Ucrania
Antes del incendio, las náuseas, las muertes y la desaparición de la
ciudad como lugar para vivir, eran los carros locos lo que más llamaba
la atención de los niños.
Este martes se cumplen 30 años de que Pripiat y la cercana planta electronuclear de Chernobyl se convirtieron en sinónimo de desastre atómico. Chernobyl dejó de ser una pequeña localidad en la zona rural de Ucrania para convertirse en un ejemplo de la falta de transparencia en la antigua Unión Soviética.
Este martes se cumplen 30 años de que Pripiat y la cercana planta electronuclear de Chernobyl se convirtieron en sinónimo de desastre atómico. Chernobyl dejó de ser una pequeña localidad en la zona rural de Ucrania para convertirse en un ejemplo de la falta de transparencia en la antigua Unión Soviética.
Tres décadas después, y 25 años más tarde que el país que la construyó dejó de existir, todavía se discuten los daños provocados en aquel aciago día.
Los cálculos de muerte van de cientos a millones. La zona cercana al reactor es a la vez una reserva llena de animales y un lugar donde la radiación sigue siendo en extremo peligrosa. Buena parte de Europa central y oriental sigue haciendo frente a las consecuencias de la radiación. El tristemente célebre Reactor Número 4 sigue siendo un problema por solucionar y que no se puede solucionar.
Pero para los niños del lugar, la víspera de la noche que cambió su mundo, nada parecía más importante que los brillosos carritos azules y amarillos, con timón y todo, listos para montarlos.
Los carros locos debían comenzar a funcionar el 1 de mayo de 1986, una semana después, aquello les parecía una eternidad. Así las cosas, a medida que el 1 de mayo se acercaba, Alexander Sirota y sus amigos no pudieron resistir la tentación de ir al nuevo parque después de caer la noche, y mirar de cerca los carros y la estrella.
“Nos sentamos en los carros e imitamos los ruidos del motor”, recuerda Sirota, que ahora tiene 40 años. “Era todo lo que podíamos querer en la vida en ese momento. Cuando éramos niños, la vida nos parecía perfecta”.
Fue con esas ideas y sentimientos en la cabeza que Sirota se fue a la cama el 25 de abril de 1986, y cuando se despertó el 26 y se fue a la Escuela No. 1.
Pero mientras dormía, a eso de la una de la madrugada, los ingenieros que habían pasado las 24 horas anteriores sometiendo el reactor a pruebas de estrés, se estaban poniendo nerviosos.
“Sabíamos, con certidumbre, con una certidumbre arrogante, que podíamos controlar esa fuerza con la que jugábamos”, recuerda Serguei Parashin, ingeniero en la central desde 1977 y a quien llamaron al poco tiempo de comenzar el desastre. “Podíamos doblegar las fuerzas de la naturaleza a nuestra voluntad. No había nada que no pudiéramos hacer”.
Entonces hace una pausa. “Ese fue el día, naturalmente, que nos enteramos que estábamos equivocados”.
Parashin, quien más tarde sería el director del complejo y es uno de los principales expertos en energía nuclear de Ucrania, dice que aunque los relojes indicaban problemas, el procedimiento de seguridad señalaba que debían haber detenido la prueba.
“Si hubiéramos hecho eso, no habría pasado nada”, dice.
Nos creíamos los dioses de las reacciones nucleares. Fue un error terrible
Georgui Kopchinski, director entidad nuclear
Georgui Kopchinski, director entidad nuclear
Incluso 30 años después, físicos nucleares familiarizados con el desastre no se ponen de acuerdo sobre qué salió mal. En lo único en que concuerdan es que, de alguna manera, cuando los ingenieros intentaron ralentizar la reacción nuclear mediante la inserción de varillas de control en el reactor, en realidad se aceleró.
En cuestión de segundos, la temperatura en el reactor aumentó en 3,000 grados. El agua usada para enfiar el uranio de repente se evaporó, y dentro del entorno sellado del reactor, el vapor de agua no tenía manera de escapar. Ahí fue cuando voló el techo, y unas 10 de las 200 toneladas de uranio enriquecido del reactor salieron disparadas al cielo.
Georgui Kopchinski, quien el 26 de abril de 1986 era uno de los directores de la entidad normativa de la energía nuclear, todavía hace gestos nerviosos con las manos y fuma sin parar cuando habla de Chernobyl. Reconoce que es un tema muy duro para él, en parte porque, dice, los científicos deberían haber sabido que podía suceder.
La radiación de Chernobyl contaminó 40 por ciento de Europa
“Era nuestra arrogancia en esos tiempos”, dice Kopchinski. “Nos creíamos los dioses de las reacciones nucleares. Fue un error terrible”.
Después que el techo explotó, los muros colapsaron y el uranio sobrecalentado se derritió y destruyó todo lo que tocaba. Todo lo que quedó para proteger al mundo de esa masa radioactiva de 2,000 toneladas fueron los cimientos de hormigón reforzado y cuatro muros relativamente delegados. Por arriba sólo se vía el cielo.
Las 10 toneladas de desechos radioactivos que salieron al aire se propagaron en todas direcciones por el norte, este y centro de Europa. A final de cuentas, un informe científico ordenado por el Parlamento Europeo estimó que la radiación de Chernobyl contaminó 40 por ciento de Europa.
Las autoridades en la sede vienesa del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) hablan de Chernobyl como el momento en que funcionarios del sector en todo el mundo comenzaron a tomar en serio la seguridad. Otros accidentes no tuvieron el mismo efecto. No ocurrió con el desastre del complejo nuclear de Kishtim en1957, en la Unión Soviética, que lanzó a la atmósfera 70 toneladas de material radioactivo. No ocurrió en el incendio de 1957 en el Reactor Nuclear Windscale, en el noroeste de Inglaterra, que obligó a suspender la venta de leche durante un mes. No ocurrió en el desastre de la planta electronuclear de Three Mile Island en Pennsylvania el 29 de marzo de 1979, cuando una falla en el sistema de enfriamiento llevó a un sobrecalentamiento parcial del reactor.
2,000 toneladas de masa radioactiva quedan debajo del edificio del reactor
En Chernobyl, las ruinas del edificio del reactor –hormigón, acero y hasta sillas de oficina– colapsaron sobre las 200 toneladas de uranio sobrecalentado, lo que creó una masa amorfa de 2,000 toneladas que todavía está debajo del edificio del reactor.
Lo ideal es que Ucrania retirara el material nuclear. Serguei Parashin echa mano a papel y lápiz mientras habla de los problemas que eso significa.
“No sabemos cómo hacerlo”, explica. “No tenemos la tecnología. Tiene que surgir algo nuevo”.
Parashin dibuja la masa radioactiva amorfa y entonces un tractor con una pala en un lado y una cuchilla rotatoria en la otra. Se ríe de lo crudo del dibujo y después se encoge de hombros.
“Un problema es que el material se está desintegrando y es frágil, y al cortarlo para transportarlo, probablemente llene el aire de polvo radioactivo”, explica. De manera que el tractor debe poder operar en un entorno radioactivo, tiene que controlar y eliminar ese polvo, y hacer todo en eso en una zona que no es segura para los seres humanos. “A lo mejor algo así funciona, a lo mejor no. No sabemos. Ese es el problema”.
Es un problema porque aunque el 5 por ciento del material radioactivo dispersado en el aire provocó problemas que siguen 30 años después, el otro 95 por ciento representa una amplia gama de desastres potenciales, que pudieran ocurrir en cualquier momento.
El materia frágil pudiera llegar a la atmósfera, o al río Pripiat, afluente del Dnieper, la principal fuente de agua de buena parte de Ucrania, incluida la capital, Kiev.
Es difícil imaginar cuánto tiempo deben permanecer alertas las autoridades ucranianas. Los cálculos sugieren que la zona de Chernobyl no será segura hasta el año 4986. Para poner esto en perspectiva, es equivalente al período desde cuando el rey David gobernó Israel, antes de la fundación de Roma, hasta ahora.
Tetiana Verbitska, experta en política nuclear del Centro Nacional de Ecología de Ucrania, piensa que pocas personas comprenden los retos del legado de Chernobyl. Hay un movimiento, dice espantada, para reducir de 18 a 6 millas el radio de la zona de exclusión que rodea la planta. Y advierte que no hay solución.
“No tenemos la tecnología para solucionar el problema”, dijo. “No tenemos el proceso para desarrollar la tecnología con que podamos solucionar el problema, y no tenemos el dinero para financiar ese proceso. Las soluciones a los problemas de Chernobyl es, en lo fundamental, sellar el lugar. Tendremos hijos y nietos inteligentes que en unos 100 años darán con la solución”.
Sirota, naturalmente, no sabía nada de esto la mañana que salió corriendo de la escuela hasta un puente cercano a la planta para ver el alboroto, antes de pasar el resto de 1986 en el hospital, antes de los años de tratamiento por exposición a la radiación, antes de que su madre perdiera el cabello.
Sirota nunca se había enfermado. Era algo de lo que estaba orgulloso. Su madre solía alardear de eso. Pero después de Chernobyl, no encontraban cura. Durante años pasó al menos un mes al año en el hospital. El diagnóstico oficial ucraniano para los muchos que se quejaban de enfermedades relacionadas con la radiación después de Chernobyl fue “radiofobia”. Las llamadas “víctimas de Chernobyl” tenían más temor por lo que había sucedido que alguna enfermedad, era la línea oficial.
Los ojos se le llenan de lágrimas cuando mira fotos de su madre, con su hermoso cabello rubio largo.
“Se le cayó casi todo el cabello”, dice. “El que le queda, lo lleva muy corto”.
A pesar de los problemas de salud, Pripiat sigue siendo una parte fundamental de los sueños de Sirota.
Volvió al lugar seis años después, en 1992. Él y un amigo entraron subrepticiamente para echar un vistazo. Recuerda haberse sorprendido de que no había cambiado mucho.
Ya de adulto, decidió regresar a vivir y se mudó muy cerca de la zona de exclusión, donde la casa le cuesta solo $125.
“No como los hongos que crecen por aquí”, dijo. “También evito comer carne de animales de la zona. Eso es lo que nos dicen: mientras no hagamos eso, estamos seguros”.
Sirota vive con un contador Geiger al cuello. Lleva un segundo en caso que el otro falle.
El clic constante que emite el contador mide la radiación. Incluso en su casa, mientras cocina o descansa, el sonido es constante: clic... clic... clic.
Sirota se dedica a mostrar a los visitantes los alrededores de la zona irradiada. Un par de días a la semana pasa por un punto de control fuertemente custodiado para entrar a la zona contaminada.
Entre los recorridos y algún que otro trabajo dentro y alrededor de la zona prohibida se gana la vida.
“Chernobyl me atrae”, explica. “Es lo que más tristeza me ha provocado en la vida, pero también porque es lo que más alegría me ha dado. Siento que el accidente en la planta me robó una niñez perfecta, una vida perfecta. Yo sé que eso no es racional, pero si me quedo el tiempo suficiente, a lo mejor puedo recuperarlas”.
Claudia Himmelreich McClatchy
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